El
abuelo Tobías:
Como ya era verano y apenas quedaban
días de colegio nos despertábamos un poco más pronto para ir a desayunar con el
abuelo Tobías en vez de tomar el desayuno en casa.
Era mi
vecino así que yo cruzaba el huerto y saltaba la tapia que separaba las dos
casas trepando por la parra que crecía por allí, y siempre era el primero en
llegar. Pero el abuelo Tobías ya lo tenía todo preparado. Y Orejota me recibía
ladrando.
El
abuelo Tobías llevaba allí desde que papá y mamá eran chicos y era como los
pájaros: no molestaba a nadie, salía cuando el cielo estaba claro y sin nubes y
se echaba a andar por el pueblo arrastrando su espalda encorvada, y si llovía
encendía la chimenea y leía en casa en su mecedora, tapado con una manta y con
el viejo Cazacorzos a sus pies, el cual hasta cuando movía el rabo lo hacía
lentamente. Orejota, la cría de Cazacorzos, en cambio siempre hacía guardia
delante de la puerta y nos saludaba al pasar.
Para
desayunar el yayo hervía la leche que le dejaba Maribel en la puerta y se hacía
tostadas con nata en verano. En invierno se tomaba un par de bocatas de huevo
frito con chorizo. Y le gustaba tallar figuritas de madera. En sus tiempos
mozos había sido carpintero y como la vista la tenía bien y el pulso no le
temblaba mucho aún, pues aprovechaba.
Aquel
día estábamos todos desayunando allí y el abuelo Tobías sonreía, como siempre,
y yo me preguntaba si siempre había sido él tan feliz:
–Abuelo
Tobías, ¿siempre ha sido usté tan feliz?
–Claro
que sí, Ramón, pero el caso es que no siempre me di cuenta.
Creo que
la Andrea se encogió de hombros y le dijo sin más:
–¿Y
cuándo se dio usté cuenta?
–Creo…
–comenzó a decir masajeándose la sien, como si aquello del gesto le ayudase a
recordar–. Creo que un día mi madre me pegó un grito por la ventana, yo me
acerqué y me preguntó que qué tal estaba, nada inusual.
–¿Y eso
fue to? –se quejó el Suso, se le notaba decepcionado.
–Oh, en
realidad fue lo que hizo que me propusiera ir al psicólogo –comentó el abuelo
Tobías con una candorosa sonrisa.
–¿Al sicólogo?
–inquirió el Suso de nuevo–. Mi papá ma dicho… mi papá ma contao que a eso van
locos que matan a otros, que les encierran en habitaciones blandurrias con
camisas de fuerza y les dan con agua.
El
abuelo Tobías no pudo evitar soltar una carcajada y el pequeño Mario se echó a
llorar asustado.
–Claro
que te dijo eso, sólo que no es del todo cierto. Si tienes un catarro vas al
médico; si estás triste durante mucho tiempo, bueno, entonces puedes ir al
psicólogo.
El
pequeño Mario dejó de llorar, se enjugó los ojos con los puños y escuchó al
abuelo Tobías.
–Pero
–siguió el abuelo– por aquel entonces ya era muy feliz, y si tomé tal decisión
fue porque descubriendo quién era yo, descubrí también que tenía cosas por
solucionar, aunque todo era muy extraño.
–¿Muy
extraño? –curioseé yo, a ver si el yayo soltaba prenda.
–Muy
extraño –repitió mientras se reía–, por decirlo poéticamente “soy” era como una
puerta que llevaba a “no-soy”, así que no ocurrió nada. Y lógicamente no había
puerta, esto es de sentido común –volvió a reírse.
Todos
nos quedamos mirándole, ¡ostras!, ¡sí que era extraño!
–Pero
usté está aquí hablando con nosotros –me aventuré.
–Oh,
claro, claro que sí. ¿Quién podría decir lo contrario? –pregunta a la manera del
teatro. Desde luego que algo no me acababa de cuajar…
–Yayo
–dijo la Andrea llamando su atención–, ¿cómo es que se dio usté cuenta de algo
que ya pasaba, de que no ocurría nada? –me sentí perdido, pero es que Andrea era
la más lista de nosotros. Siempre podía preguntarle cosas luego, explicaba
genial.
–Si
piensas –dijo el abuelo Tobías– que los hechos a los que me ando refiriendo
tuvieron lugar en un momento determinado estarás en un error y si piensas que
yo entendí algo estarás en un error.
–¿Entonces
nada ni nadie encontró nunca nada?
–Ya ni
siquiera importa que las cosas importen –dijo el abuelo–, no hay de qué
preocuparse aunque te preocupes –la Andrea sonrió–. Aunque –siguió dirigiéndose
a todos nosotros– no soy tan feliz como creéis, ¿sabéis qué hago yo cuando algo
me duele? –negamos los chicos con la cabeza–. Sufro –aseguró antes de romper en
carcajadas.
–Pero
–le dije yo al yayo– usté cambió, ¿no? Es decir que usted sólo puede hablar de
esto… lo que sea, después del grito de su madre y to eso –miré algo inseguro a
los demás antes de añadir:–, ¿no?
–Verás,
todo eso que asumes, todo eso que te permite o te hace preguntarte por un
cambio desaparece. No queda nada –responde el abuelo Tobías.
–Pero es
muy raro… –dice el Suso, para mí que piensa que el yayo chochea.
–¡Ah!
–exclama Andrea entusiasmada–. Es que ni siquiera hay nadie, ¿no? Es… es…
–chasqueó los dedos–. Es esto, ¿verdad? –dice chasqueando los dedos una y otra
vez encantada–. Vamos, que ni es esto ni es na.
–Eso es
–afirmó el abuelo Tobías.
–Y,
claro –continúa la Andrea–, no hay forma de entender que yo soy Todo, ¿no? Es
decir, no se entiende, sólo es Todo, ¿no?
El
abuelito asiente y nos dice con una bondad a la vez plácida y apremiante:
–¡Tenéis
que marchar ya, zagales, que no llegáis al colegio!
Y de
camino al cole le pregunté a la Andrea:
–¿Cómo
haces eso de decir Todo con mayúsculas?
–Como
tú.
–Qué va,
¡si yo no puedo! Va, dímelo –insisto–. ¿Cómo se consigue eso?
–No lo
puedes conseguir, Ramón, no seas tontico, por Dios. No puedes conseguir tener
una cabeza, ¿no?
–Y…
¿entonces?, ¿qué hago?
–Nada de
nada.
–¿Nada
de nada? –repito yo sin entender.
–¡No te
digo na y te lo digo to! –exclama la Andrea para reírse a carcajadas.
El abuelo Tobías por Jorge Roussel Perla se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 3.0 Unported.
Basada en una obra en http://parafernaliablablabla.blogspot.com.es/.
¡El yayo filósofo! ¡Buenísimo... jajaja! Igual que el Ramón, no entendí na. Pensar lo abstracto no es lo mío y no tengo a la Andrea pa que aclare lo del Todo y de ser o no ser, muy hamletiano para mí.
ResponderEliminarMe imaginé la escena de los chavales mirando con ojos enormes al yayo y me encantó. Un clima filosófico y tierno a la vez, muy tuyo. También me gusta mucho el uso del lenguaje coloquial.
Me voy chocha (=contenta y satisfecha).
Un gran abrazo, Jorge.
Muchas gracias, Mirella por el comentario. Pensé que éste te gustaría -aunque siempre digas que no eres muy filósofa-, pero si te digo la verdad no es tanto entender nada como desembarazarse de las cosas. Yo no sabría explicar nada parecido pero resulta, y es curiosísimo, que ante la experiencia viva los conceptos no dicen nada. Estructuran, sí, pero la experiencia no conoce ni el orden ni el desorden. Evidentemente llegamos a una paradoja que no puede ser sorteada pero sí -nuevamente- vivida: el lenguaje puede ser autorreferencial, no tanto en contenido -que también- sino como proceso en sí mismo y ahora... deberíamos abandonar las palabras, es un buen momento. Muchas gracias por tu lectura.
Eliminar¡Un abrazote, Mirella! ^_^