“Tenemos
una niña a la que, a veces, digo –también con alegría–: no sirves para nada”. JOSÉ AGUSTÍN
GOYTISOLO.
¿Quieres
una birra?:
Me follo a Ana.
Me follo a Sara.
Me follo a
Estefanía. A ésta hay que pagarle.
Me follo a Alba.
Alba me mira, le digo que podemos
volver, que he cambiado, que ya no soy el hombre que era, que no volveré a
engañarla. Me dice que no me cree, así que contraataco. Le digo que fue culpa
suya, que no debería ser tan severa, que no debería hacer según qué cosas. Ella
me dice que me meta mi chantaje emocional por el culo, si es que el karma no me
lo ha destrozado ya. Que no quiere volver a verme. Me voy.
El humo de un cigarro
sobrevuela la calle.
La boquilla se
enciende.
Se apaga.
Despierto.
Mis hijas me
sonríen a la hora de cenar, yo les digo que el karma es una tontería de los
putos chinos, que si existiera el karma la gente mala debería morirse, ¿y no
estaban ahí los multimillonarios apestosos, pudriéndose entre millones, y los
dictadores y esa gente?
El tubo
fosforescente del baño parpadea por la mañana, como la advertencia de la
estupidez de la vida, de pensar sobre la vida. Parpadea intermitentemente, con
un zumbido. Parpadea más que de costumbre, y finalmente se funde. Porque eso es
nuestra vida, joder, fundirnos trágicamente, olvidados, solos… sustituidos por
otra fuente de luz que también se va a apagar.
Quedo con Sonia.
Tengo unas hijas
preciosas, le digo a ella.
Nunca confiéis
en nadie, les digo a ellas.
Se portan bien,
y a veces aprueban todas las asignaturas, le digo a ella.
La gente es
esencialmente hija de puta, les digo a ellas, pero vosotras sois mis colegas,
¿no? No soy mal padre y les dejo acostarse tarde, bueno, tampoco demasiado, que
no soy mal padre.
Sonia
desaparece.
“¿Quieres
follar?”, me pregunta Silvia. “Yo quiero”, me dice, hay una dulce impaciencia
en su voz, es una voz de… de… de guarra. Tendré que darle lo que está deseando.
Me emborracho
con Juan y con Sergio, hablamos de mujeres, de cómo son.
“Nadie me ha
follado como tú”, me dice Ana un día al encontrármela por la calle, y claro, me
dan ganas de tirármela, porque no hay nada mejor que se le pueda decir a un
hombre. La respuesta a todo es exactamente esa bendita frase.
Tengo que
encargarme de mis hijas, y lo hago cada día. Y eso que me gustaría estar en el
bar o yendo con mis amigos de marcha… algo que no fuera estar tan pendiente de
ellas…
“¡Todos los
hombres sois iguales!”, me suelta Lucía, la mayor de mis hijas. Algún hijoputa
la habrá dejado o algo así. Cierra la puerta de un portazo y se encierra en su
habitación. “¿Quieres una birra?”, le pregunto, no responde. Yo voy a por una.
Abro el frigo.
No sé ni para
qué viene a decirme esa mierda.
Cierro el frigo
con el sonido del portazo amortiguado.
Vanesa, la
pequeña, es más inocente aunque su nombre sea una horterada que le impuso la
irresponsable de su madre. Abro la lata, suena ese siseo burbujeante escapando
a toda prisa. Doy un sorbo. De todas formas Vanesa ya empieza a preguntar y
claro, ¿cómo voy a mentirle? La vida es una puta mierda y se lo digo.
Me emborracho
con Juan, otra vez. Lucía estará de fiesta por ahí enrollándose con algún
gilipollas que espero que no traiga a casa. Detesto oír a otras personas
follando cuando yo no tengo el gusto. Vanesa se habrá ido a ver la tele,
seguro. Le doy un sorbo al whisky mientras se lo explico a Juan. Yo creo que no
se duerme a su hora ni de coña, seguro que se levanta, enciende el televisor y
cuando oye la puerta lo apaga y se va corriendo a la cama. Es demasiado lista.
Saludo a Pablo
por la calle. El muy cabrón no me devuelve el saludo. ¿Quién se habrá creído
que es?
“Un puto
gilipollas, eso es lo que eres” me espeta mi hija Lucía, a saber por qué… “Hay
padres solteros que saben qué significa ser padres”, continúa, “¿tener hijas
que te insultan?”, le respondo, ella se va a dar una vuelta.
Vanesa me
pregunta qué le pasa a su hermana “tendrá la regla”, le digo. ¿Yo qué sé qué le
pasa? Dios, me dieron una niña contestataria sin un puto manual de
instrucciones… es injusto, joder. Y encima si me descuido, Vanesa empieza a
pintar las putas paredes con un rotulador o lo primero que pilla… Pero en vez
de vigilar las paredes le digo: “No confíes en nadie, Vanesa, la vida no es
como en las películas, a los malos no se les ve venir de lejos ni nada, los
tíos te van a engañar por otra con mejor culo y no vas a ser una estrella de
rock, te lo aseguro. Y te lo digo porque te quiero, no quiero que te lleves más
hostias de lo debido, ¿me oyes?”. Ella asiente obediente.
…
–¿Alguien ha
visto mi móvil?, no encuentro mi móvil –se produce un silencio incómodo hasta
que Javier vuelve a lanzar su pobremente soterrada acusación al aire–. ¿Mi
móvil? Lo había dejado aquí. ¿Nadie lo ha tocado?
–No lo he visto –finalmente
me veo forzado a responder.
–Tú nunca ves
nada, cariño, no sé ni para qué pregunto.
–¿Qué pasa, papá?
–dice Raúl sin apenas interés, mirándonos a ambos vagamente, dejando en nuestra
mano decidir a quién se dirige.
–No sé dónde
está el móvil –le responde Javier–, seguro que alguien me lo ha cogido.
–Lo he visto
encima de la mesa hace un momento –indica Raúl.
–Vale, ahí está.
Nos metemos en
el coche, me detengo unos instantes pensando en algunas cosas relativas a la
exposición que tengo organizada para hoy, repasando mentalmente cada punto,
como si necesitase un impulso para…
–Manuel –me
interpela él malhumorado–, ¿vas a arrancar hoy? –su tono de voz me hace sentir
como un idiota. Pero arranco.
–No me hables
así, por favor –siento la tensión carcomiéndome, ¿mis piernas se estremecen con
un temblor? Sólo son palabras…
Pero él se
sorprende, ¿cuándo me he atrevido yo a decirle no ya lo que siento, que no he
sido capaz; sino simplemente “no” a algo?
–¿Así, cómo? –me
inquiere muy erguido, casi tenso, clavándome al asiento del conductor con una
mirada que trato de contener más allá de la periferia de la mía–. ¿Qué pasa,
tengo que soportar consejos de un tío que me puso los cuernos, es eso? –lo hice
y juré no hacer nada parecido jamás… fue horrible, la estúpida respuesta que
comúnmente se conoce como un ataque de cuernos, y él me lo recuerda, como si
fuera casto y puro, cuando tiene la menor ocasión. No sé si es una ironía o un
absurdo o…–. ¿Así, cómo, Manuel? –insiste.
Me quedo callado
durante unos instantes sintiéndome culpable, ni siquiera me veo con fuerza para
decirle que no hablemos de eso delante de Raúl.
La culpa…
La culpa es como
LSD en mi cerebro –aunque yo no sé cómo es el LSD en el cerebro de nadie–, el
caso es que va transfigurándolo todo. Pero en vez de tener una experiencia
mística de ésas que te acercan a Dios, a Buda o al puto mundo del Mago de Oz, tengo
un mal viaje. En fin, siempre es un mal viaje. Como el de cada mañana al
trabajo, más o menos.
–Olvídalo… –dice
él reteniéndolo en la memoria–. Raúl, pórtate bien en el cole –le pide con una
sonrisa radiante.
Raúl está cada
vez más… apagado. AYER LE PEGÓ A UN NIÑO. Por lo visto no fue exactamente una
pelea sino más bien una agresión bastante unilateral. Nos llamaron del colegio.
Tengo que hablar con él… ¿Por qué demonios ha hecho algo así? No es mal chico,
recuerdo cuando era un poco más pequeño y pasábamos horas jugando en el parque
al columpio, al balancín y esas cosas… Es un chico muy bueno. ¿Por qué le habrá
pegado a otra persona?
Se cierra la
puerta, el coche vuelve a ponerse en marcha con un ronroneo. El magnánimo
silencio de Javier no dura mucho, en seguida vuelve a saltar con el tema:
–Manuel, no eres
nadie para hablar de moralidad. ¿Quién te crees que eres? Tú también lo hiciste
–me recrimina, afortunadamente ahora a solas.
–Tienes razón
–me rindo, como siempre.
Está bien,
pronto le dejaré en el trabajo, tal vez hoy no salga del coche gritando.
Gritándome. Tampoco es que grite en general. Me grita a mí.